La madrugada del miércoles 12 de noviembre, la carretera Panamericana Sur, a la altura del sector Ocoña en la provincia de Camaná, dejó de ser solo un tramo oscuro entre montañas. Aquella noche se vistió de sirenas, desesperación y lágrimas. El viento helado arrastraba un silencio estremecedor, interrumpido por gritos de auxilio. A diferencia de cualquier otra madrugada, esta traía consigo un desastre: un accidente de tránsito que dejó 37 fallecidos y más de 20 heridos.
Las primeras luces del día no llegaron con esperanza, sino con titulares que estremecieron al país. No se sabía aún quiénes eran las víctimas, ni cuántas familias estaban por quebrarse, pero sí se conocía dónde ocurrió y cómo. Un bus interprovincial de la empresa Llamosa, que cubría la ruta Chala-Arequipa, impactó violentamente contra una camioneta Hilux. El choque fue tan brutal que el bus terminó rodando por una pendiente rocosa de más de 200 metros, destrozando ventanas, arrancando su estructura superior y dejando cuerpos a la intemperie, dispersos entre piedras y a pocos metros de un río que seguía su cauce como si nada hubiese ocurrido.
Ante la magnitud del desastre, personal de bomberos descendió hasta el fondo del barranco. Cada rescatista avanzaba con sigilo, enfrentando el miedo de encontrar, tal vez, más cadáveres que sobrevivientes. Se acercaban a los cuerpos buscando signos de vida, con la esperanza de escuchar un suspiro o encontrar un pulso. Muchos ya no respondían. Las listas de heridos crecían… y las de fallecidos, también.
Uno de los conductores, Henry Apaclla Ñaupari, de 35 años, quien manejaba la camioneta, sobrevivió sin lesiones. No corrió la misma suerte el chofer del bus, quien falleció de manera inmediata. Nadie imaginó que con el paso de las horas se sabría algo aún más indignante: Apaclla dio positivo a la prueba cualitativa de alcoholemia. Su detención fue inmediata.
Los heridos, incluyendo al conductor sobreviviente, fueron trasladados inicialmente al hospital de Camaná. Sin embargo, el establecimiento colapsó en minutos: no había suficientes camillas, personal médico ni espacio para atender a tanta gente rota por dentro y por fuera. Algunos pacientes tuvieron que ser evacuados de emergencia hasta el hospital Honorio Delgado en Arequipa.
Pero en medio de la tragedia, emergió una chispa de asombro: entre los sobrevivientes había un bebé de ocho meses y otro niño de apenas cuatro años, quienes resultaron con leves contusiones. Su llanto, aunque doloroso, significó vida entre tanta muerte.
Mientras tanto, en la quebrada, los cuerpos permanecían tendidos. 37 vidas apagadas, entre ellas padres, madres, hijos… rostros que horas antes miraban por la ventana del bus sin imaginar su destino. La fiscalía llegó para proceder al levantamiento, pero la cantidad superaba las capacidades habituales. Ante ello, el alcalde distrital de Ocoña, Waldor Llerena, dispuso el uso de cargadores frontales para agilizar la recuperación de los cuerpos y permitir que los familiares pudieran despedirse y darles sepultura con dignidad. Hoy, la carretera sigue siendo la misma, el río continúa su curso y el amanecer vuelve cada día. Pero para 37 familias, esa madrugada dejó una herida imposible de cerrar. Mientras la justicia avanza, todos saben que allí, en esa quebrada, quedó grabada una historia de dolor que jamás debió escribirse, posiblemente marcada por la negligencia humana.