La próxima santa arequipeña

Karen Pinto
3 min de lectura

El sol de Arequipa caía con suavidad sobre el Monasterio de Santa Catalina. Entre los muros de sillar, donde el silencio parece tener vida propia, aún resuena el eco de una mujer que nunca buscó fama, pero cuya luz traspasó los claustros: Sor Ana de los Ángeles Monteagudo.

Dicen que el aire del monasterio guarda el perfume de su humildad. Allí, donde ella vivió, oró y murió, el tiempo parece haberse detenido.

Una niña que eligió el silencio

Ana nació en Arequipa en 1602, hija de Sebastián Monteagudo y Francisca Ponce de León, una familia noble y creyente. Desde pequeña, su mirada tenía una serenidad que inquietaba. A los tres años fue enviada al Monasterio de Santa Catalina, entonces recién fundado, para ser educada. Lo que empezó como una estadía temporal se convirtió en su morada eterna.

Cuando creció, sus padres decidieron darla en matrimonio, como era costumbre. Pero Ana se resistió con firmeza, diciendo que su esposo sería Cristo. Aquella frase selló su destino. Volvió a los claustros y tomó el hábito dominico, con el nombre de Sor Ana de los Ángeles.

Milagros en los muros de sillar

En los años siguientes, la fama de su santidad se extendió más allá del convento. Cuentan que tenía el don de la profecía y que podía ver lo que estaba por venir. Además, su vida fue un acto constante de servicio. 

La muerte que no fue final

Sor Ana murió el 10 de enero de 1686, a los 83 años. Tres siglos después, en 1985, el Papa Juan Pablo II la beatificó en Perú, en una visita que tuvo. Siendo así la primera beata arequipeña y dominica del Perú.

Su presencia hoy

Hoy, el cuerpo incorrupto de Sor Ana descansa en el Monasterio de Santa Catalina. Muchos fieles la visitan cada año, en silencio, dejando cartas, rosarios, promesas. 

Fuera del convento, los arequipeños la veneran como patrona de la ciudad y protectora de las familias. Su figura trasciende el tiempo como símbolo de obediencia, fe y amor profundo.

* * *

Sor Ana fue una mujer que eligió el silencio cuando el ruido del mundo era demasiado fuerte. 

Cuatro siglos después, su ejemplo sigue intacto. En los claustros del Monasterio, en la fe de los creyentes y en la certeza de que la santidad no se mide por la grandeza exterior, sino por la humildad con la que se ama.

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