CRÓNICA: INFANCIA EN PAUSA

Oneida Chayña López
4 min de lectura

Cada fin de semana —y a veces también entre semana— un niño de unos diez años sube a las combis naranjas que van desde Alto Selva Alegre hasta el centro de Arequipa. Es delgado, con los hombros pequeños y la ropa tan cansada como su mirada: un buzo de colegio desteñido, un polo de manga larga que ha perdido el color, y una mascarilla negra que cubre no solo su rostro, sino la identidad de una realidad que muchos prefieren no ver.


En sus manos lleva siempre una pequeña caja de turrones arequipeños. Su valor es de un sol. Su voz, apenas un hilo, se eleva entre el ruido del motor y la música del chofer:
—“¿Me puede colaborar?”

Mientras recorre los asientos, los rostros responden de formas distintas. Algunos fijan la mirada en la ventana, como si el paisaje urbano pudiera tragarse la incomodidad del encuentro. Otros niegan con la cabeza, confundidos o apurados, y unos pocos —muy pocos— buscan en sus bolsillos una moneda que entregan sin pedir nada a cambio. El niño agradece con un movimiento leve y sigue su camino.
Cuando la combi se detiene, baja con la misma discreción con la que subió. El aire frío lo recibe, el humo lo envuelve, y su sombra se pierde entre los semáforos.

Pero esa no es una historia aislada. Es apenas un fragmento de la rutina silenciosa que viven decenas de niños en Arequipa. Niños que no corren hacia una escuela, sino hacia un parabrisas sucio o una esquina donde el tránsito no cesa. Niños que han cambiado los lápices por caramelos, y los recreos por el vaivén del tráfico.

En las mañanas frías, cuando el vapor del aliento se confunde con el humo de los buses y la ciudad aún bosteza, sus figuras pequeñas ya se mueven entre las calles. Algunos están solos; otros, con hermanos o primos, formando una cuadrilla invisible a los ojos apurados de los transeúntes. Sus rostros, cubiertos por mascarillas o por el polvo del día, revelan una mezcla de inocencia interrumpida y adultez temprana.

Según Alexandra Prado, subgerente de Promoción Social y Protección Vecinal de la Municipalidad de Arequipa, los operativos mensuales de sensibilización sobre el trabajo infantil han permitido identificar entre 14 y 16 menores solo en el Cercado. Sin embargo, la cifra real —dice— podría ser mucho mayor.

“Hay más de 100 niños identificados en situación de trabajo infantil. Algunos venden dulces en las calles o en exteriores de locales nocturnos. Otros simplemente piden limosna”, explicó Prado.

Las edades más comunes oscilan entre los seis y doce años. Muchos ni siquiera entienden por qué están ahí; solo saben que deben estar. Lo más alarmante es que ya no se trata únicamente de niños migrantes. Antes, la mayoría llegaba de otras regiones o países; ahora, cada vez más niños peruanos se ven empujados a trabajar por la presión económica o la indiferencia de sus propias familias.

Desde el municipio se hace un llamado claro y urgente:

“No obliguen a sus hijos a trabajar. Asuman su responsabilidad”, insiste Prado.

Pese a las campañas y operativos, la respuesta institucional no alcanza a todos los rincones donde los niños laboran bajo el sol, la llovizna o la noche. Y es que hay realidades que ni los afiches ni las estadísticas pueden borrar.

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